Si antes la gente me miraba mal, ahora me mira peor.
El mundo se me hace tan inmensamente enorme desde que abro los ojos por la mañana hasta que a la noche los cierro, que cada vez creo caminar más lento sobre él. Mis pasos cada vez son más diminutos y mi cuerpo, ese reflejo falso de mi propio yo, va también encogiéndose hasta el más vano intento de desaparecer. Todo se me abruma y se condensa en un solo lastre que debo cargar a mi espalda allá donde voy; claro, a todo eso píntale una sonrisa y un fondo rosa, para que parezca bello...
Sigo llevando tras de mí un mar ennegrecido de trastornos, paranoia y difusión de la realidad propia, que a veces me consume y consigue ahogarme en la más puta suciedad, hasta llevarme a su fondo abismal en el que hay días que desaparezco por completo y me pierdo en su más profunda oscuridad.
No controlo, aún, a mis siete cabezas independientemente pensantes, cada una con veinte problemas diferentes, cuarenta necesidades distintas y ochenta deseos por cumplir; se contrarian entre sí y, todas ellas, formando una sola cabeza, crean el peor de los caos existenciales: la mente humana.
Tampoco controlo, y quisiera controlar...pero mejor no, mis brotes de bipolaridad extrema. Puedo llorar mientras río, gritar de furia mientras gimo de placer y ofuscarme de la más horrible causa mientras me lleno por completo de paz y tranquilidad. Esa soy yo y ese es mi caótico mar interno.
Pensé que raparme media cabeza acabaría con alguna de las 7 cabezas restantes; pero no.